Recién terminadas las fiestas del nacimiento de Jesús, celebramos su bautismo. Jesús se acerca al río Jordán para ser bautizado por Juan. Se pone en la cola. Y cuando le llega el momento, ocurre algo maravilloso, algo que Juan y Jesús experimentaron: “vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo. Tú eres mi Hijo amado, mi preferido”.
Aquel hombre al que Juan estaba bautizando no era un hombre normal, era el Hijo amado y preferido de Dios. Ahí estaba el que tenía que venir al mundo, del que Juan decía: “detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo”.
Posteriormente, la Iglesia primitiva instauró el Bautismo como el sacramento de entrada y de incorporación a la comunidad cristiana. Si la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, el Bautismo nos hace formar parte de él. Es más, nos hace ser “otros cristos”, nos convierte en los hijos amados y preferidos de Dios. Así es Dios, él tiene la capacidad de tratarnos a cada uno en particular, porque nos conoce a todos personalmente, por nuestro nombre, porque somos sus hijos, porque a eso se comprometió el día de nuestro bautismo. ¿Y nosotros, a qué nos comprometimos con él?
Como viene siendo habitual, traemos las reflexiones sobre La Palabra de Dios, en el Evangelio de San Marcos, extraidas de tres religiosos que la explican en nuestro idioma para mejor comprensión.
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